Mis primeras experiencias en lo que más se pudiera parecer a la docencia, se remontan a 1981, cuando en primer año de profesional fui el asistente de la materia de Meteorología, en la que coordinaba las prácticas de la materia a grupos de alumnos de mi mismo nivel. De 1983 a 1985, fui, además, el instructor del taller de la materia Fisiología de Poscosecha, empezando con grupos que iban dos años delante de mí y terminando con los de mi generación.
Esta corta experiencia me hizo ver varias cosas: podía dominar el miedo de estar frente a grupos numerosos, incluso frente a grupos más avanzados; tenía cierta capacidad de transmitir conocimientos y de propiciar ciertas habilidades prácticas, y podía resolver con seguridad y con cierta facilidad las dudas de mis “pupilos”.
Para enero de 1986, era todo un ingeniero fruticultor, hecho y derecho, con una sólida formación académica. Este hecho, sin embargo, no me daba la seguridad que en su momento sentí al manejar grupos de mis condiscípulos, pues por primera vez en mi vida, era consciente de la situación del país: el sector agropecuario, que había tenido su periodo de bonanza (empleos, pick ups, viáticos, viajes, buenos sueldos), iniciaba su declive; la caída del precio del petróleo, inflación, deuda pública, fuga de capitales, altas tasas de interés, devaluación del peso frente al dólar, y desde luego, altas tasas de desempleo, mostraban un panorama sombrío para un profesionista recién egresado, sin importar cuan sólida fuera su formación académica, la cual seriamente empezaba a dudar que la tuviera.
Vistas así las cosas, el panorama se veía sombrío, y aunque el haber dado unas “clases” a mis compañeros me resultó entre agradable, divertido, y motivante, era tan solo una forma de allegarme recursos con la pequeña beca que dicha actividad me redituaba, y que me permitía obtener los placeres a los que un estudiante de pocos recursos podía aspirar. Así que el dedicarme a la docencia, además de no estar en mis planes, no era algo que me llamara la atención, para eso era un ingeniero fruticultor, además, mientras que mis profesores de secundaria, que empezaban a trabajar en septiembre, para enero que regresaban de vacaciones, venían en una flamante pick up nuevecita, con mis profesores de profesional, apenas 8-10 años después, no mostraban tal progreso económico.
Entre preocupado, asustado, y medio desmoralizado, después de tres meses de haber egresado, tenía el firme propósito de irme a los Estados Unidos, y lo hubiera hecho, si no fuera porque mi amigo, compañero desde la preparatoria, y ahora director de mi escuela, me pidió que lo cubriera un par de meses en el CBTis 117, en la materia de Biología, mientras él terminaba los trabajos de su tesis. Ahí empezó mi labor docente, hace 22 años, por accidente, porque no tenía más opción, porque dar clases no me asustaba, y porque en esos “dos meses” iba a obtener los recursos para emigrar al norte, sin la necesidad de asaltar o de matar a nadie, dicho en broma, desde luego.
Hubiera podido ser muchas cosas, o tal vez ninguna, no lo sé, pero resulta que la docencia es una actividad absorbente, cautivante, y tal parece que esclavizante, atrapa a la persona de manera que es difícil dejarla. Además, es un modo de vida honesto, noble, y, según se vea, redituable, comparado con muchas otras actividades de la sociedad. Así pues, si no se abandona, es porque debe ofrecer más satisfacciones que insatisfacciones, ¿o no es así?.
En 22 años de práctica docente he impartido varias decenas de asignaturas diferentes, eso me agrada, porque siempre estoy estudiando, aprendiendo, manteniendo activo mi cerebro, y así siempre puedo enseñar cosas nuevas. No me explico como alguien pueda durar 30 años dando 2 ó 3 materias solamente, con el mismo cuadernito, solo que cada vez más amarillento. Creo que en la variedad está el gusto. Como docente tengo la obligación de estar permanentemente actualizado, en conocimientos y en la práctica, de manera que pueda vincular ambas áreas, para poder formar estudiantes mejor preparados, con más herramientas para afrontar la vida laboral o académica, con una visión más amplia del mundo que los rodea. Mucho me ha costado adquirir habilidad para transmitir conocimientos, teóricos o prácticos. Cuando al final se evalúa un grupo, se sabe si se lograron o no los objetivos, y en que grado, y en varias ocasiones, sobre todo en asignaturas que imparto por primera vez, el resultado ha sido decepcionante, por varios aspectos: porque no pude o no supe transmitir lo que quería, porque no impartí lo que realmente les hubiera sido provechoso, porque impartí cosas que no podrían comprender, porque les di tal cantidad de información, que para la mayoría era imposible de asimilar, o porque los evalué de manera injusta. Sin embargo, esas derrotas en el andar docente, aún cuando alguien diga que se aprende a educar echando a perder, son las que me hacen reflexionar, me sensibilizan, me obligan a planear mejor mis objetivos, contenidos, prácticas y evaluaciones. Todo esto es dentro de un círculo de enseñanza, convivencia, evaluación, análisis, retroalimentación y vuelta a planear, en un mismo nivel, pero con diferentes alumnos. Y también están las grandes satisfacciones, cuando logro lo que me propongo, cuando logro dar una clase de manera mucho mejor a las veces anteriores, cuando siento que me desempeñé con eficiencia, y sobre todo, cuando al final del curso, o quizá después de un tiempo, algunos de los alumnos reconocen, y me hacen saber que mi trabajo fue bueno, que logré un cambio positivo en ellos.
Esta corta experiencia me hizo ver varias cosas: podía dominar el miedo de estar frente a grupos numerosos, incluso frente a grupos más avanzados; tenía cierta capacidad de transmitir conocimientos y de propiciar ciertas habilidades prácticas, y podía resolver con seguridad y con cierta facilidad las dudas de mis “pupilos”.
Para enero de 1986, era todo un ingeniero fruticultor, hecho y derecho, con una sólida formación académica. Este hecho, sin embargo, no me daba la seguridad que en su momento sentí al manejar grupos de mis condiscípulos, pues por primera vez en mi vida, era consciente de la situación del país: el sector agropecuario, que había tenido su periodo de bonanza (empleos, pick ups, viáticos, viajes, buenos sueldos), iniciaba su declive; la caída del precio del petróleo, inflación, deuda pública, fuga de capitales, altas tasas de interés, devaluación del peso frente al dólar, y desde luego, altas tasas de desempleo, mostraban un panorama sombrío para un profesionista recién egresado, sin importar cuan sólida fuera su formación académica, la cual seriamente empezaba a dudar que la tuviera.
Vistas así las cosas, el panorama se veía sombrío, y aunque el haber dado unas “clases” a mis compañeros me resultó entre agradable, divertido, y motivante, era tan solo una forma de allegarme recursos con la pequeña beca que dicha actividad me redituaba, y que me permitía obtener los placeres a los que un estudiante de pocos recursos podía aspirar. Así que el dedicarme a la docencia, además de no estar en mis planes, no era algo que me llamara la atención, para eso era un ingeniero fruticultor, además, mientras que mis profesores de secundaria, que empezaban a trabajar en septiembre, para enero que regresaban de vacaciones, venían en una flamante pick up nuevecita, con mis profesores de profesional, apenas 8-10 años después, no mostraban tal progreso económico.
Entre preocupado, asustado, y medio desmoralizado, después de tres meses de haber egresado, tenía el firme propósito de irme a los Estados Unidos, y lo hubiera hecho, si no fuera porque mi amigo, compañero desde la preparatoria, y ahora director de mi escuela, me pidió que lo cubriera un par de meses en el CBTis 117, en la materia de Biología, mientras él terminaba los trabajos de su tesis. Ahí empezó mi labor docente, hace 22 años, por accidente, porque no tenía más opción, porque dar clases no me asustaba, y porque en esos “dos meses” iba a obtener los recursos para emigrar al norte, sin la necesidad de asaltar o de matar a nadie, dicho en broma, desde luego.
Hubiera podido ser muchas cosas, o tal vez ninguna, no lo sé, pero resulta que la docencia es una actividad absorbente, cautivante, y tal parece que esclavizante, atrapa a la persona de manera que es difícil dejarla. Además, es un modo de vida honesto, noble, y, según se vea, redituable, comparado con muchas otras actividades de la sociedad. Así pues, si no se abandona, es porque debe ofrecer más satisfacciones que insatisfacciones, ¿o no es así?.
En 22 años de práctica docente he impartido varias decenas de asignaturas diferentes, eso me agrada, porque siempre estoy estudiando, aprendiendo, manteniendo activo mi cerebro, y así siempre puedo enseñar cosas nuevas. No me explico como alguien pueda durar 30 años dando 2 ó 3 materias solamente, con el mismo cuadernito, solo que cada vez más amarillento. Creo que en la variedad está el gusto. Como docente tengo la obligación de estar permanentemente actualizado, en conocimientos y en la práctica, de manera que pueda vincular ambas áreas, para poder formar estudiantes mejor preparados, con más herramientas para afrontar la vida laboral o académica, con una visión más amplia del mundo que los rodea. Mucho me ha costado adquirir habilidad para transmitir conocimientos, teóricos o prácticos. Cuando al final se evalúa un grupo, se sabe si se lograron o no los objetivos, y en que grado, y en varias ocasiones, sobre todo en asignaturas que imparto por primera vez, el resultado ha sido decepcionante, por varios aspectos: porque no pude o no supe transmitir lo que quería, porque no impartí lo que realmente les hubiera sido provechoso, porque impartí cosas que no podrían comprender, porque les di tal cantidad de información, que para la mayoría era imposible de asimilar, o porque los evalué de manera injusta. Sin embargo, esas derrotas en el andar docente, aún cuando alguien diga que se aprende a educar echando a perder, son las que me hacen reflexionar, me sensibilizan, me obligan a planear mejor mis objetivos, contenidos, prácticas y evaluaciones. Todo esto es dentro de un círculo de enseñanza, convivencia, evaluación, análisis, retroalimentación y vuelta a planear, en un mismo nivel, pero con diferentes alumnos. Y también están las grandes satisfacciones, cuando logro lo que me propongo, cuando logro dar una clase de manera mucho mejor a las veces anteriores, cuando siento que me desempeñé con eficiencia, y sobre todo, cuando al final del curso, o quizá después de un tiempo, algunos de los alumnos reconocen, y me hacen saber que mi trabajo fue bueno, que logré un cambio positivo en ellos.